Una vida de amor a la Misión

El P. Marco Antonio Martínez Franco, MG, nos comparte cómo surgió su vocación e invita a los jóvenes a darse la oportunidad de probar algo diferente y entregar su vida al servicio y amor al prójimo.

Marzo 14, 2025

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Platicamos con el P. Marco Antonio Martínez Franco, MG, quien cumplió 50 años de haber sido ordenado sacerdote Misionero de Guadalupe (MG) el pasado 6 de octubre de 2024, y que ha colaborado en la Misión de Japón.

¿Cómo surgió su vocación misionera?
La vocación es un misterio de fe, es imposible que un ser humano aspire a ser un representante de Cristo en la tierra, no creo que haya alguien que se sienta capaz de ser alter Christus (otro Cristo) en el mundo; es un misterio, es algo que solamente se puede explicar a través de la fe.

En mi caso, estaba en la preparatoria y, mientras todos mis compañeros decidían qué carreras iban a seguir, yo pensaba: “¿No habrá otro camino diferente?”, entonces vi una película de los misioneros en la India y me atrajo su heroísmo, su valentía, el sacrificar la única vida que se tiene, y me convencí de que valía la pena; asimismo, mi vocación surgió a través de la revista Almas, porque mi mamá fue Madrina, por lo que llegaba a la casa y la leía; yo tenía unos 15 o 16 años, así conocí a MG, fui al seminario y hablé con el padre encargado de las vocaciones, el P. Álvarez, quien me dijo que ese año no se podía ingresar porque ya había comenzado el curso; sin embargo, me animó a hablar con el obispo para ver si me admitía. Jamás imaginé hablar con un obispo, fui a las oficinas y hablé con Mons. Escalante, era la primera vez que lo veía, fue muy paternal, muy amable y me dijo: “Sí, dile a tus papás que vengan a hablar conmigo”, y así, en dos semanas, ya estaba en el seminario.

No conocía ni la capilla, así que la primera vez que entré, había como 80 seminaristas vestidos de negro, cantando en gregoriano, y pensé que era un funeral; me dije: “A dónde me vine a meter”, eso fue el domingo 10 de enero de 1960, y para el siguiente miércoles, quería dejar el seminario; hablé con el director espiritual, quien me dijo: “Si quieres irte, puedes hacerlo en el momento que quieras, solo ten en cuenta que tu recepción fue algo muy especial, a través de Mons. Escalante, ¿por qué no te esperas un poco más y decides?”, así lo hice y al siguiente sábado fuimos a Tlalcoligia, con los niños del catecismo, y empecé a sentirme realizado, por lo que decidí continuar, aunque recuerdo que el sacerdocio me parecía algo muy lejano, y ya pasaron 50 años desde mi ordenación.

¿Cómo fue haber sido el primer seminarista enviado a estudiar a Japón?
En este tiempo, ya había concluido el Concilio Vaticano II y uno de los primeros documentos que salieron fue el de las misiones; cuando lo leí, me impactó, pues señalaba que los misioneros deben ser enviados a vivir y convivir con la gente para aprender qué concepto tienen de tres puntos: de Dios, del ser humano y del mundo. Pensé: ¿por qué no ir a misión como seminarista?

Por esos días, vino el P. Esteban Martínez de visita, pues era el Superior de la Misión de Japón; hablé con él y le pedí que me llevara allá a estudiar; confieso que no debí hacerlo porque no se acostumbraba que un seminarista hablara con un superior, pero me aventuré y el padre me dijo: “Vámonos”.

Un año después, falleció Mons. Escalante y, cuando el P. Esteban fue nombrado Superior General, me dijo: “Usted va a Japón”. Claro que hubo mucha oposición porque era la primera vez que un seminarista solicitaba ir, pero el P. Esteban, casi sin conocerme, confió en mí y gracias a él, fui como seminarista a Japón; se me despidió en la Basílica de Guadalupe y me dieron el crucifijo misionero, como cual quier otro MG, así que iba oficialmente enviado por el Instituto.

¿Cómo fue llegar a un país tan diferente?
Difícil, porque no sabía nada de la lengua, fue complicado porque no hablaba ni inglés ni japonés, pero, poco a poco, fui aprendiendo, gracias a Dios, fue en un colegio de padres franciscanos, donde los profesores fueron muy amables. Recuerdo que las clases eran de cuatro a cinco horas diarias, más otras horas de estudio personal y, a pesar de eso, al otro día, olvidaba todo lo que había estudiado. Así, pasaron dos años de aprendizaje del idioma, pero no fueron suficientes para entrar al seminario a estudiar en un nivel académico; el idioma fue la parte más difícil; gracias a Dios, los compañeros seminaristas y los profesores me ayudaron mucho y pude salir adelante.



¿Dónde fue ordenado?
Estuve dos años estudiando japonés y cuatro años de Teología, terminando, me ordené de diácono en Japón y después, vine a México para la ordenación sacerdotal, que fue en el 25 aniversario del Instituto, de manos de Mons. Darío Miranda, Obispo de Tulancingo, el 6 de octubre de 1974.

Mi primer nombramiento fue para colaborar en México, en la revista Almas, pero solo fue por un año o dos y después me enviaron a Los Ángeles, donde permanecí 10 años antes de regresar a Japón, ya como sacerdote; desde entonces, estamos trabajando en diferentes lugares y pastorales.

Durante un tiempo, estuve atendiendo a los presos; las embajadas me contactaban para ir a visitar a los presos que hablaban español o inglés, poco a poco me fueron conociendo y me llamaban para acudir; era un servicio muy interesante.

Me tocó una época, por los años 80, en el “boom económico” de Japón, donde los japoneses no querían hacer tres clases de trabajo: peligroso, sucio y duro, por lo que empezaron a darles visa de trabajo a los descendientes de migrantes japoneses que habían venido a Latinoamérica, como peruanos, brasileños, mexicanos y colombianos, por lo que la Iglesia de Japón, que tenía poquitos feligreses, de repente aumentó casi al doble, y no estaban preparados para eso, por lo que tuvieron que recurrir a nosotros, los misioneros, que teníamos conocimiento de otros idiomas y modos de vivir la fe; ese fue un trabajo muy bonito.

Antes de venir a México para celebrar mi aniversario sacerdotal, me hicieron una celebración en una de las iglesias donde había estado, a la que acudieron brasileños, peruanos, colombianos, japoneses, filipinos, y les dije: “Recuerdan que hace 30 años les comenté que ustedes y yo íbamos a cambiar la cara de la Iglesia de Japón y ¡lo hicimos!”, porque vino otro aire a esta Iglesia.

¿Cómo se siente al llegar a su 50 aniversario sacerdotal?
Cincuenta años en el tiempo y en el espacio son nada. Creo que estos años son un regalo, por el que doy gracias a Dios. Muchos me han dicho que pida la nacionalidad japonesa, pero les digo que yo quiero seguir siendo mexicano y guadalupano.



¿Qué les diría a los jóvenes que sienten inquietud por entrar al seminario?
Que consideren otros caminos: no solo están los de la fama, el dinero, una carrera, una buena casa; eso está bien, pero hay otro rumbo; lo importante no es por qué estoy aquí, sino para quién o por quién vivo; si es en el matrimonio, se refleja en el ser padre, porque primero está la familia, pero en la vocación, lo que le da sentido a la vida es servir, ser útil, eso es lo principal, ahí se encuentra la felicidad.

Joven, dale una oportunidad a Dios de hacer algo contigo; si yo pudiera recorrer otra vez el camino de la vida, quisiera retomar nuevamente el mismo y encontrarme con la misma gente.

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