El dolor de perder a un hijo
El P. Santiago Lara Guevara, MG, de su experiencia misionera, nos comparte una anécdota sobre el consuelo que brinda Dios ante el dolor que atraviesan quienes han perdido a un hijo
Noviembre 5, 2024

Autor: P. Santiago Lara Guevara, MG
Desde el día de mi Ordenación Sacerdotal, tengo la costumbre de dar gracias a Dios por haberme aceptado para seguirlo con alegría en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Por lo mismo, no importa el número de misas que haya celebrado, siempre que puedo, asisto a algún templo, como simple fiel cristiano, para dar gracias a Dios, pero de manera especial, para pedirle que nunca permita que me acostumbre a ser sacerdote, sino que, al trabajar, lo haga con la misma devoción y alegría, como ha sido desde el primer día.
Me ha tocado atender a mucha gente, en diferentes circunstancias y lugares, y todos reciben mi más delicada atención.
Pero los que me han enseñado la enorme dimensión que existe entre perder un familiar y perder un hijo, son aquellos que han perdido el fruto de su amor y sus entrañas.
De hecho, en nuestro vocabulario existen las palabras para designar a un viudo o a un huérfano, pero no para quien ha perdido a un hijo o una hija.
Entre muchas dolorosas experiencias, viene a mi mente un hecho acontecido en Roma y Tierra Santa que quiero compartirles.
Cuando estaba a punto de cumplir 15 años como sacerdote, solicité permiso para hacer ejercicios espirituales con la idea de reflexionar sobre mi proceder como ministro en la Misión de Corea. Se me concedieron tres meses en Roma, en el Centro Internacional de Animación Misionera (CIAM), en donde fungía como director un gran hombre, de nombre Juan Esquerda Bifet, por cierto, un gran amigo de san Juan Pablo II.
Durante las vacaciones navideñas, pudimos participar en una peregrinación a Tierra Santa, con un grupo de peregrinos de diversas naciones. La primera noche en Jerusalén, el P. Marco Antonio Martínez Franco, MG, y un servidor, bajamos a la recepción del hotel y vimos a una pareja jugando cartas; su aspecto era deprimente, pues lo hacían mecánicamente, sin alguna expresión en el rostro. El padre Marco, que es un tipo con una capacidad increíble para socializar con todo el mundo, les dijo en español: “Queremos jugar”. Ellos preguntaron si sabíamos cómo hacerlo. “No”, fue la respuesta, “pero queremos jugar”. Entre señas y mezcla de español e italiano, pasamos una velada agradable.
“No teníamos ni la menor idea de venir a este viaje”, nos comentó Graciela, “lo que queríamos era salir de casa a donde fuera, pues el año pasado murió nuestra pequeña hija en la noche de Navidad, de lo que llaman ‘muerte de cuna’,” nos comunicaron, llenos de lágrimas.
Desde ese instante, los arropamos durante todo el viaje, invitándolos a permanecer cerca de nosotros en la fila para entrar al templo, donde tradicionalmente está el lugar donde nació el Niño Dios.
De repente, el padre Marco me pidió que lo esperara, ya que volvería pronto. Cuando regresó, traía un pequeño bulto en sus manos y, cuando nos inclinamos a besar el lugar marcado con una estrella, el padre sacó una imagen del Niño Dios, lo recostó sobre la estrella y le dijo a Graciela: “¡Aquí está tu niño!” Sobra decir que su semblante se transformó.
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