El llamado misionero
La vida de los santos puede inspirarte a dar tu “sí” generoso a las misiones y entregarte a una vida de servicio y caridad, como nos comparte el S. Moisés Alejandro Rosales Gamarra.
Noviembre 11, 2024

Autor: S. Moisés Alejandro Rosales Gamarra
“Dos cosas, hacen perfecto al hombre;
el amor a Dios y el amor al prójimo”.
Queridos Padrinos y Madrinas, esta frase dicha por san Antonio de Padua fue la que penetró en mi corazón como fuego ardiente y me lanzó en la búsqueda de la vida sacerdotal misionera a la temprana edad de 14 años.
Conocer la vida y obra de este santo, así como su gran amor a Dios y cómo sirvió a los más necesitados de diferentes partes del mundo, fue un testimonio que me animó a ofrecer mi vida por amor a Dios y al auxilio del prójimo a través de la misión. Aunque en ese entonces no conocía bien lo que era ser misionero, algo en mi interior me hacía buscar ese estilo de vida y, gracias al apoyo y guía de mi párroco, quien era mi director espiritual, logré conocer varios institutos de carisma misionero y entender este tipo de vida y la labor que se realiza en diferentes países.
Poco tiempo después, tuve la bendición de conocer a Misioneros de Guadalupe (MG), ya que me enteré de que mi abuelita era Madrina desde hacía muchos años. Esto permitió mi primer contacto con la revista Almas, y al leer los testimonios y experiencias misioneras de los padres y seminaristas, comprendí de nuevo que Dios realmente me llamaba a la misión.
Dios nunca se cansa de llamarnos
Fue a los 18 años que, con la gracia de Dios, ingresé a este Instituto misionero para iniciar mi formación hacia el sacerdocio y, en este periodo, he tenido la dicha de apoyar como seminarista en tierra de misión, de manera específica en Hong Kong, país que, como me gusta llamarlo, es un lugar de “diversidad de culturas”, pues al ser un centro de comercio, se concentran personas de todo el mundo, que hablan varias lenguas y profesan distintos credos.Su principal lengua es el chino cantonés, considerado de los más difíciles, ya que emplea diversos tonos y su escritura es diferente a la lectura. Para nosotros, como misioneros, este es el primer reto al que nos enfrentamos, pero no es el único; debido a las realidades del país, uno debe conocer la cultura, adaptarse y encontrar cómo compartir nuestra experiencia de Dios con aquellos que lo buscan a gritos, pero que no saben cómo ni dónde hallarlo.
Desde mi experiencia, tuve la alegría de servir en dos realidades; una con la comunidad filipina, que se encuentra radicando en este país por cuestiones de trabajo y supervivencia. La mayoría son mujeres, madres de familia, algunas casadas; otras, separadas o solteras. Cada una trata de sobrevivir buscando trabajo para sostener a sus familias, que se quedaron en su país, pero lo sorprendente de ellas es la gran fe y amor que le tienen a Dios; a pesar de los desafíos que les presenta la vida, de la gran discriminación o del maltrato que reciben por ser trabajadoras domésticas, tienen su fe firme y puesta en Dios.
Considero que esta fe y esperanza las mantiene luchando y les da fuerza para seguir, pues siempre muestran felicidad y alegría, refugiándose o encontrando descanso en las iglesias, ahí sienten seguridad y confianza para reunirse y convivir, apoyando de manera voluntaria en el servicio del altar en las misas que se celebran en inglés, o en las convivencias parroquiales, con presentaciones y danzas propias de su cultura; así, se convierten en un testimonio de fe para las mismas personas que viven en Hong Kong.
Por otro lado, también pude colaborar con las hermanas de Calcuta presentes en este país. Con ellas y otras personas que asistían como voluntarias, nos encargábamos de salir y ofrecer alimentos, ropa y víveres a quienes se encuentran en situación de calle, gente que el gobierno trata de esconder para no mostrar una mala imagen del país.
Realizar este tipo de servicio me hacía ver que, más allá de la diferencia de lenguas, existe un idioma más poderoso: el del corazón, el cual no conoce di visión ni fronteras; cuando se da de corazón, viendo en aquel necesitado realmente el rostro de Dios, uno siempre termina recibiendo más de lo que ofrece. Incluso, en una sola sonrisa de felicidad, ahí es donde Dios se hace presente.
En ese instante, con ese simple gesto que recibí, recordé que mi deseo de ser misionero nació del testimonio de vida de aquel santo que realizaba lo que ahora yo estaba haciendo; así, comprendí que los planes de Dios y sus caminos son siempre los mejores, pues todo lo que nos pasa o vivimos tiene un propósito de ser.
Por eso, queridos Padrinos y Madrinas, pidamos al dueño de la mies que la vida de aquellos santos, que dieron todo para servicio de Dios y de los hombres, siga siendo para nuestros jóvenes y para el mundo entero, testimonio y ejemplo de vida a imitar en el esfuerzo por manifestar el Reino de Dios aquí en la tierra.
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