Por el clamor de la tierra

Todos estamos llamados a crear una espiritualidad del cuidado de la casa común y a trabajar para protegerla, como reflexiona el P. Juan José Cortés Casillas, MG, desde la Misión de la Amazonía.

Autor: P. Juan José Cortés Casillas, MG

 

En la base de nuestra fe judeocristiana aparece lo fundamentalmente distintivo de nosotros los cristianos, la palabra araméica “Abba” que, en una traducción libre, significa “papito”, “papá”. “Dios creó a los seres humanos a su imagen; a imagen de Dios los creó; hombre y mujer los creó” (Gen 1, 27).

 

Pero, así como esa afirmación es parte viva de la antropología cristiana, no poseemos tan clara la conciencia de que el Universo entero, la Tierra y todas sus realidades, son igualmente creación de Dios Padre. Que las cosas, por tanto, son más que cosas; que son criaturas. Como dice el Papa: “Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios […] Para el creyente, contemplar lo creado es también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa” (LS 84-85).

 

El Papa nos invita a reflexionar en este mes en la responsabilidad que tenemos los cristianos de desarrollar una espiritualidad del cuidado de la casa común. “Para evitar la dinámica de empobrecimiento humano, hace falta amar y cuidar las raíces, porque ellas son un punto de arraigo que nos permite desarrollarnos y responder a los nuevos desafíos” (QA 36). Con estas sabias palabras, nos anima a desarrollar la cultura del cuidado.

 

En la patología del espíritu humano, se encuentra la arrogancia del dominio sobre el medio ambiente, lo cual pone en peligro su misma supervivencia. La Palabra de Dios, en Gen 1, 28, ¿nos manda un dominio arbitrario sobre el medio ambiente? El Papa nos recuerda que la Tierra es un ser vivo que clama por su derecho a ser. La tierra tiene sangre y se está desangrando; de múltiples maneras, le hemos cortado las venas a través de la contaminación de sus ríos, la desertificación de sus bosques, la explotación de sus minerales. El mundo sufre la transformación del azadón en fusil, del arado en tanque de guerra. Solo la poesía, con la suavidad y humildad de su voz, podrá salvar a este mundo. Esa fue la tarea que el Creador nos otorgó, a través de nuestros primeros padres: el cultivo y cuidado de la creación entera (cfr. Gen 2, 15).

 

El equilibrio planetario depende del cuidado de los pulmones de nuestra casa común, como la Amazonía, que se extiende por nueve países sudamericanos. Deslumbra por la diversidad de sus bosques, de los cuales dependen los ciclos de las lluvias, el equilibrio del clima y una gran variedad de seres vivos. No es suficiente resguardar a las especies más visibles en riesgo de extinción. Es crucial considerar que, en el buen funcionamiento de los ecosistemas, también son necesarios los microorganismos.

 

De las citadas afirmaciones bíblicas se desprenden tres consecuencias para la espiritualidad cristiana:

  1. La comunión universal de todos los seres, lo que no equivale a igualarles al mismo nivel: “Siendo creados por el mismo Padre, todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal” (LS 89).

 

  1. La Tierra, regalo de Dios, se nos ha dado para labrarla y cuidarla (Gen 2, 15), no para dominarla a nuestro capricho, ignorando su valor y quebrantando sus leyes. “Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la desaparición de una especie como si fuera una mutilación” (LS 89).

 

  1. Los cristianos no podemos sostener una espiritualidad que no integre la creación o se olvide del Dios creador y de sus criaturas (cfr. LS 75).

 

 

Después de estos hechos, salta a la vista una ambigüedad del poder humano. “Nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma”. Pero añade la encíclica: “Nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si se considera al mundo como lo está haciendo” (LS 104). ¿Por qué?

 

Cuando el desarrollo del poder humano sobre la naturaleza se considera un progreso bueno en sí, sin atender a los efectos que provoca sobre la Tierra y sobre quienes la habitamos, “el ser humano y las cosas dejan de tenderse amistosamente la mano para pasar a estar entrelazados. De aquí se pasa fácilmente a la idea de un crecimiento infinito o ilimitado, que ha entusiasmado tanto a ecologistas, financistas y tecnólogos” (LS 106). Sin duda, se trata de una mentira sobre la disponibilidad ilimitada de los bienes del planeta, que lleva a desangrarlo hasta el límite y más allá. Es la esencia del paradigma tecnocrático en el que se mueven las sociedades, que termina condicionando los estilos de vida y orienta las posibilidades sociales en la línea de los intereses de ciertos grupos de poder y no de las necesidades genuinas de los conglomerados humanos (cfr. LS 107).

 

“Este paradigma tiende a ejercer también su dominio sobre la economía y la política […] No se termina de advertir cuáles son las raíces más profundas de los actuales desajustes, que tienen que ver con la orientación, los fines, el sentido y el contexto social del crecimiento tecnológico moderno” (LS 109).

 

“No habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano” (LS 118). O, en palabras bíblicas, “a vino nuevo odres nuevos”. Al colocar desmesuradamente al hombre en el centro del universo, la modernidad desvinculó al ser humano, progresivamente de sus lazos sociales, de su esencial vinculación con Dios, con la Tierra y con los demás. Todo pasó a ser “relativo”, a él y a los grupos de poder y sus intereses más mediáticos. Solo se persigue el propio provecho, la propia autorrealización individual o, a lo más grupal; todo es movido por el espejismo de la tan mencionada, “calidad de vida” sin mensurar las consecuencias del consumismo desechable y exacerbado.

 

Esta realidad nos ha llevado a perder de vista el nosotros, a valorar cuanto me debo al grupo, todo lo que más estimamos en la vida ha llegado a nosotros gracias a los demás. No podemos quedarnos impávidos ante la degradación irracional de la creación de Dios que, en algún grado, es parte de mí como creatura. Necesitamos desarrollar una espiritualidad del cuidado. Es imperante cambiar la idea de “calidad de vida” por el “buen vivir”. Para vivir bien no necesitamos de aquellas cosas superfluas que han llegado a nuestras vidas y han creado deseos disfrazados de necesidades; el “buen vivir” nos hace felices con lo básico e indispensable para cada miembro del grupo sin perseguir vehementemente la autorrealización personal a costa de lo que sea y como sea.

 

Los Misioneros de Guadalupe estamos determinados a hacer “eco” de la invitación que el Papa Francisco ha lanzado, a través de la encíclica Laudato si, en orar y trabajar por la edificación de un Hombre Nuevo que cuide la casa común, principalmente en la Querida Amazonía. Por el clamor de la Tierra, ¡cuidemos nuestra Amazonía!

 

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