“Padre, ¿usted alguna vez ha oído la voz de Dios?”

En esta Navidad, el P. Juan José Cortés Casillas, MG, nos comparte una reflexión sobre la importancia de la oración y cómo debemos escuchar la voz de Dios.
P.Juan Cortes

Autor: P. Juan José Cortés Casillas, MG

 

En la Navidad del 2021, me encontraba compartiendo, y celebrando, mi fe cristiana en una comunidad Amazónica peruana llamada “San Pablo”, que no cuenta con sacerdote permanente y está muy cerca de la frontera con Brasil y Colombia.

 

Mi entusiasmo por las celebraciones navideñas era fervoroso ya que los adolescentes y jóvenes estaban afanados en la preparación de una significativa pastorela que presentarían durante la celebración eucarística navideña. 

 

Todo era entusiasmo y esfuerzo. Una de las tardes, una adolescente se acercó a mí y me hizo esta pregunta: “Padre, ¿usted  alguna vez ha oído la voz de Dios?” Y prosiguiendo, me dijo: “yo siempre hago oración y estoy atenta para ver si Dios me habla, pero nunca lo he escuchado”. La agudeza y profundidad de su pregunta llamó mi atención; amén de mi titubeo para dar una respuesta acorde con el cuestionamiento angustioso de la adolescente. 

 

El interés de esta pequeña por saber la fórmula para hablar directamente con Dios me hizo recordar aquel pasaje bíblico, cuando los apóstoles de Jesús, al verlo orar con su Padre, le dijeron: “Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos” (Lc 11, 1c); la inquietud de esta niña ayudó a que personalmente examinara si realizo mi oración con la firme convicción de que Dios me escucha, y como todo diálogo, eventualmente, si creo en mi corazón que Él me puede hablar; al verme confrontado por la fe sencilla de la niña, me pregunto si estoy atento y dispuesto para escuchar su voz o si mi oración es un simple monólogo donde no dejo hablar a Dios; en definitiva, medité sobre la frecuencia y la calidad de mi oración.

 

Esa experiencia también me brindó la oportunidad de examinar las expresiones de mi oración: la calidad de mi oración vocal, mi meditación orante y mi contemplación sobre el misterio de Dios.  Y me transportó a tomar conciencia de dónde sale mi oración cuando oro, si sale de mis labios, de mi mente o de mi corazón. Y, también examiné cuál es el camino que sigue mi oración; como nos dice el magisterio de nuestra Iglesia: “No hay otro camino de oración cristiana que Cristo”. Sea cual fuere la expresión de la oración,  la santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre.

 

Este evento me ayudó a reflexionar sobre la suma importancia que encierra el misterio de la Encarnación del Verbo –la Navidad–, pues la Navidad es el acontecimiento fundante de nuestro diálogo personal con Dios; o sea, de nuestra oración. San Juan es claro al decirnos que somos unos mentirosos si decimos que amamos a Dios, a quien no vemos, y odiamos a nuestro hermano, a quien sí vemos (cf 1Jn 4, 20). 

 

Pero sin duda, la actitud inocente de aquella niña, su constante combate por hablar con Dios, me hizo admitir que la oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. Que orar no está libre de obstáculos. 

 

En el combate de la oración, tenemos que hacer frente en nosotros mismos y en torno a nosotros, a conceptos erróneos sobre la oración. Unos ven en ella una simple operación psicológica, otros, un esfuerzo de concentración para llegar a un vacío mental. Otros la reducen a actitudes y palabras rituales. En el inconsciente de muchos cristianos, orar es una ocupación incompatible con todo lo que tienen que hacer: no tienen tiempo. Hay quienes buscan a Dios por medio de la oración, pero se desalientan pronto porque ignoran que la oración viene también del Espíritu Santo y no solamente de ellos (cf CCE, 2726). La conclusión es siempre la misma: ¿Para qué orar?

 

Entre las distracciones habituales de la oración, que todos hemos experimentado, podríamos distinguir dos: la distracción y la sequedad. Pero también hay tentaciones frente a la oración, la más frecuente es nuestra falta de fe. Y, esta fe pura y descomplicada ante la oración, fue la gran lección que esa niña me ilustró; ella oraba buscando escuchar la voz de Dios y su angustia era que nunca había podido oír alguna palabra salida de su boca. Ella ora como lo hacía Jesús: desde la confianza filial, desde esa confianza de hija que busca comunicarse con su Padre. Sólo si nos hacemos como niños heredaremos el reino de los cielos, nos dice Jesús.

 

 

Pero nuestra queja podría ser: ¿por qué cuando oro no soy escuchado por Dios? Pero aquí nuestro reclamo no es como la angustia de la adolescente, ella sólo quería escuchar la voz de Dios, y nosotros queremos ser complacidos en nuestros pliegos petitorios. Pero recordemos lo que nos dice el santo Santiago: si pedimos con un corazón dividido –adúltero– (cf St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque Él quiere nuestro bien, nuestra vida, no nuestra perdición; por eso, no cumple muchas veces nuestros caprichos disfrazados de oración. 

 

¿Estamos convencidos de que nosotros no sabemos pedir como conviene (cf Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los bienes convenientes? La oración de Jesús hace de la oración cristiana una petición eficaz. Él es su modelo. Él ora en nosotros y con nosotros. Sus palabras y sus hechos son fuente de oración. El solo hecho de pronunciar el nombre de Jesús es oración –nos dice el magisterio de la Iglesia–, porque estamos diciendo “Dios salva”, lo cual es un acto de plena confianza puesta en manos providenciales de Dios. En la oración, nosotros, sólo le recordamos a Dios que aquí estamos, necesitados de su misericordia, y le dejamos a Él el resto; ya que antes de que le pidamos, Él ya sabe lo que necesitamos (cf Mt 6, 8). La oración cristiana es cooperación con su Providencia y su designio de amor hacia sus criaturas.

 

San Pablo nos recuerda firmemente: “Orad constantemente” (1Ts 5, 17), dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo (Ef 5, 20), siempre en oración y suplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos (Ef 6, 18).

 

Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf. Jn 17). Su oración abarca todos los momentos significativos de la intervención de Dios en la historia del hombre, desde la creación hasta la salvación, así como su muerte y Resurrección. Por ello, la oración de Jesús es nuestro modelo, porque Él, antes de iniciar algo, cualquier acción o proyecto importante, primero ora a su Padre para que lo ilumine, lo fortalezca, lo guíe y lo ayude a llegar hasta el final con fidelidad al compromiso adquirido. 

 

Cuando oramos, no le pidamos a Dios que aparte de nosotros el sufrimiento sino pidámosle –como nos enseña el apóstol-– un cuerpo y un espíritu fuertes, capaces de soportar el peso de la cruz. La cruz es necesaria para nuestra purificación y salvación: la cruz salva.

 

Y qué podemos decir de la oración de la Iglesia, la oración por excelencia, por ser la oración de Jesús: el Padre Nuestro. 

 

  • Padre Nuestro:  con estas palabras estamos reconociendo a Dios como nuestro único Padre, por ello, simultáneamente proclamamos que todos somos hermanos.
  • Santificado sea tu nombre:  reconocemos que lo fundamental en nuestra relación de hermanos es proclamar y dar culto al nombre de Dios como Padre, lo cual nos da la misma dignidad a todos los hombres y mujeres. 
  • Venga a nosotros tu Reino: el Reino es un don de Dios, es algo que acogemos activamente para seguir construyendo; es la justicia de Dios, aquí y ahora hasta la eternidad debe ser construida colectivamente; consiste en ser hijos (hermanos).
  • Hágase tu voluntad:  la voluntad del Padre de Nuestro Señor Jesucristo es que sus hijos vivamos como hermanos, por lo tanto, la mayor alegría que se le puede brindar a un padre es haciendo que todo sus hijos vivan dignamente, en armonía y mutua ayuda. La felicidad de sus hijos es hacer la voluntad del Padre.
  • Pan de cada día: es una invitación clara a compartir como hermanos lo que Dios nos ha dado como Padre. El compartir es abandonarnos en las manos de Dios. Sólo podemos hacer realidad el pan para todos si vivimos solidariamente.
  • Perdón: el perdón no es fácil, sobre todo a los enemigos; pero el perdonar es un beneficio mutuo, ya que nosotros también somos sujetos del perdón. El fundamento del perdón es que Dios nos garantiza el perdón a buenos y malos. 
  • Tentación: la oración de Jesús es polémica, es una lucha; la tentación es: si yo me preocupo de los otros, quién se preocupará de mí. La tentación vacía las otras peticiones: no perdono porque no tengo garantía de que seré perdonado.
  • Mal: el mal en el mundo es la división interna y entre los hermanos, lo cual nos lleva a la falta de solidaridad, a la injusticia. 

 

Podemos concluir nuestra reflexión diciendo que orar es fácil porque lo podemos hacer solos o en comunidad, en todo momento. Es difícil por tantos obstáculos que presenta. Es vital porque vida cristiana y oración es un binomio que no podemos separar. Es alimento debido a que sin oración no hay vida en el espíritu. Es comunión porque nos unimos al Padre a través del Hijo inspirados por el Espíritu Santo; nos unimos con los santos; nos unimos con la comunidad y nos unimos con toda la creación.

 

Mi deseo es que la constancia en la oración de esta niña le conceda la gracia de escuchar la voz de Dios en su corazón y no tanto en sus oídos.

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