Autor: P. Héctor Andrés Pérez Torres, MG
La historia de la Iglesia ha estado enmarcada por mártires. En unas épocas más y en otras, menos, pero siempre la persecución, el sufrimiento y la sangre de los mártires, ha fecundado y embellecido el rostro de la esposa de Cristo: la Iglesia.
Por el gran número de testigos de la fe que entregaron su vida hasta el derramamiento de la sangre, se ha llamado al siglo XX “el siglo de los mártires”: una multitud de héroes anónimos (hombres y mujeres, matrimonios, sacerdotes y consagrados, jóvenes y ancianos) que han afrontado la persecución, la violencia e incluso la muerte con tal de no renunciar a su fe.
La palabra “mártir” significa “testigo”, viene del latín martyr y esta del griego μάρτυς, -υρος mártys, -yros; propiamente, testigo. Un bello texto de Orígenes (s. lll) define con más precisión este concepto: “todo el que da testimonio de la verdad, ya sea de palabra, ya sea de obra o que de cualquier otra manera se ponga al servicio de ella puede con razón ser llamado mártir; también, aquellos a los que han dado su testimonio mediante la fusión de sangre del misterio del amor”.
Los cristianos han vuelto a sufrir la cárcel, la tortura y hasta la muerte, ya no por causa de la confesión de la fe, sino por actuar en consecuencia con ella. En las actuales condiciones socioculturales, los perseguidores son asimismo cristianos y aseguran proteger la auténtica catolicidad; por ello, muchos hermanos son perseguidos y asesinados debido a los compromisos que la fe implica en materia de derechos humanos. Como ejemplos, recordemos a Mons. Óscar Arnulfo Romero, en El Salvador; Mons. Juan Girardi, en Guatemala; Edit Stein, en Europa; Pedro Calungasold, en Filipinas; los mártires de Uganda, y actualmente, Mons. Rolando Álvarez, en Nicaragua.
Las nuevas formas de persecución en las que se ve comprometida la verdad de la fe exigen una nueva reinterpretación y aplicación del concepto canónico del martirio:
- Que sea el amor a la propia fe lo que defina al mártir y no el odio de los perseguidores.
- Que se valore el martirio como consecuencia de la vivencia de los valores humanos, que tienen su raíz en la fe cristiana.
- Que se desarrolle una espiritualidad martirial más amplia, que vaya desde el martirio con derramamiento de sangre hasta el espiritual.
Lo importante de la espiritualidad martirial es seguir a Cristo, cargando con la propia cruz en coherencia con la fe, en la fidelidad al Evangelio y bajo el impulso del amor.
Yo estuve como misionero en Angola por 16 años. Se trata de una Iglesia sufriente y pobre que primero vivió el terror de la guerra, y después, un comunismo que perseguía a la Iglesia. Toda esta realidad, en vez de mostrar una Iglesia frágil, provocó una fortaleza de fe y un compromiso auténticos.
Aparecieron mártires anónimos que sufrieron cárcel, persecución, tormento, expulsión del país y amenazas de muerte. Padres y catequistas que confesaron su fe a Cristo y lo siguieron por el camino de la cruz, exponiendo sus vidas y las de sus familias.
Pidamos a Dios por los mártires cristianos, vivos y difuntos, para que Dios recompense su fidelidad y amor al Evangelio. María Santísima interceda por los mártires perseguidos y les conceda fortaleza.
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