Los emigrantes

Desde Kenia, el P. Miguel Ángel Mendoza Hernández, MG, hace una reflexión sobre la acogida fraterna que como cristianos debemos brindar a los hermanos que han decidido buscar el bienestar lejos de su lugar de origen.

Autor: P. Miguel Ángel Mendoza Hernández, MG

 

¿Quién es un emigrante?

 

Aun cuando no existe una definición jurídica convenida, las Naciones Unidas definen al emigrante como alguien que ha residido en un país extranjero durante más de un año, independientemente de las causas de su traslado, voluntario o involuntario, o de los medios utilizados, legales u otros.

 

Ahora bien, el uso común incluye ciertos tipos de emigrantes a corto plazo, como los trabajadores agrícolas de temporada, que se desplazan por periodos breves para trabajar en la siembra o la recolección de productos agrícolas.

 

Aquellos que tienen que dejar sus casas, familiares y amigos a causa del hambre o de la injusticia; este es un fenómeno que se ha dado a través de la historia. Los flujos migratorios de nuestros días son expresión de un fenómeno complejo y articulado, cuya comprensión exige el análisis atento de todos los aspectos que caracterizan las diversas etapas de la experiencia migratoria, desde la partida hasta la llegada, incluyendo un eventual regreso.

 

El Papa Francisco nos recuerda que ellos no son invasores, destructores o usurpadores, sino trabajadores bien dispuestos, instrumentos para conocer el mundo y la belleza de su diversidad, portadores de dinámicas revitalizantes y animadores de celebraciones vibrantes, en el caso de los católicos. Es por ello que, menciona, debemos darles una acogida gratuita. A menudo se habla de la contribución que los emigrantes aportan o deben aportar a las sociedades que los reciben. Esto es cierto e importante, pero el criterio fundamental no reside en la utilidad de la persona, sino en el valor en sí que ella representa. El otro merece ser acogido, no tanto por lo que tiene, puede tener o dar, sino por lo que es.

 

“Caminar juntos sin prejuicios y sin miedo, estando al lado de los más vulnerables”. Esta es la invitación del Papa Francisco que, sin duda, nos interpela, como hermanos y miembros de una sola Iglesia, mirar a aquellos que sufren y viven sin techo alguno; hemos escuchado y visto, a través de los medios de comunicación, la situación que muchos emigrantes enfrentan a diario en los lugares donde se encuentran, esta lucha de supervivencia en la que muchos mueren en el intento por mejorar su calidad de vida.

No podemos cerrar nuestros ojos y ser indiferentes, estamos invitados a ser puentes de mejores horizontes con aquellos que lo necesiten, seamos fuego que arde en medio de la oscuridad, en las injusticias, en la violencia, en los abusos de los derechos humanos. En la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, el Papa Francisco vuelve a invitar a toda la humanidad —no solo a los creyentes— a tender la mano a estas personas que sufren: “Migrantes, refugiados, desplazados, víctimas de la trata y abandonados”. El camino a seguir es “Hacia un Nosotros cada vez más grande”.

 

Las sociedades económicamente más avanzadas desarrollan en su seno la tendencia a un marcado individualismo que, combinado con la mentalidad utilitarista y multiplicado por la red mediática, produce la “globalización de la indiferencia”. En este escenario, las personas migrantes, refugiadas, desplazadas y las víctimas de trata, se han convertido en emblema de la exclusión porque, además de soportar dificultades por su misma condición, con frecuencia son objeto de juicios negativos, puesto que se les considera responsables de los males sociales. La actitud hacia ellas constituye una señal de alarma que nos advierte sobre la decadencia moral a la que nos enfrentamos si seguimos dando espacio a la cultura del descarte. De hecho, por esta senda, cada sujeto que no responde a los cánones del bienestar físico, mental y social, corre el riesgo de ser marginado y excluido.

 

Por esta razón, la presencia de los migrantes y de los refugiados, como en general de las personas vulnerables, representa hoy en día una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad que corren el riesgo de adormecerse con un estilo de vida lleno de comodidades. Razón por la que “no se trata solo de migrantes”, significa que, al mostrar interés por ellos, nos interesamos también por nosotros, por todos; cuidando de ellos, todos crecemos, así, escuchándolos, damos voz a esa parte que quizá mantenemos escondida porque hoy no está bien vista.

 

 

Soy el padre Miguel Ángel Mendoza Hernández, MG, trabajando como sacerdote misionero en la Misión de Kenia, en Lenkisem, donde MG atiende una parroquia; aquí estamos dos padres, el P. Pedro García Flores, MG, y un servidor, que reflexiona sobre la emigración de nuestros pueblos, los cuales muchas veces deben desplazarse a lugares desconocidos buscando pasto y agua para sus animales; esta es la situación de muchosmasai (tribu keniana), y es una de las tantas experiencias que me gustaría compartir con ustedes, Padrinos y Madrinas.

 

Muchos de nuestros hermanos masai tienen que emigrar cada año a causa de la sequía, que obliga al movimiento y abandono de muchas familias para dirigirse a diferentes lugares, por ejemplo, a Tanzania, país cercano a Kenia; en este caso, son los hombres quienes dejan a sus familias por el bienestar de sus animales (chivos y vacas). Las mujeres y niños se quedan en casa para la educación de sus criaturas. Este viaje puede durar meses, de agosto hasta diciembre aproximadamente. Es una emigración temporal que afecta a las familias.

 

Con esto, quiero decirles que, desde las diferentes realidades donde nos encontremos, todos somos hermanos; por tanto, seamos creadores de un mundo mejor, comprometiéndonos a ayudarnos los unos a los otros.

 

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